jueves, 28 de noviembre de 2019

Salió de su aldea para aprender a leer y volvió arquitecto






por @MarMunizRuiz para El Mundo

El trabajo de Francis Kéré (Gando, 1965) no se entiende sin su Burkina Faso natal. 
Se marchó de allí para estudiar en Berlín y allí volvió para construir el primer colegio de su aldea.


Retrato del arquitecto Francis Kéré ERIK-JAN OWERKERK


El concepto de arquitectura social adquiere con Diébédo Francis Kéré (Gando, Burkina Faso, 1965) una dimensión radical y alejada de cualquier efecto cosmético. 
La entrega a la comunidad vertebra su trabajo como una savia nutritiva, y con ella le devuelve a su gente lo que un día recibió. 
Kéré es un hombre bumerán: hijo del jefe de la tribu, aprendió a leer, se hizo carpintero y una beca le sacó de Gando, su aldea del África occidental, para aterrizar en Berlín. 
Allí estudió arquitectura, allí tiene su estudio (Kéré Architecture), allí formó una familia y allí podría haberse quedado. Pero volvió.

Lo hizo para mejorar la vida de aquellos que también son él y cuyas oportunidades de prosperidad escasean. 
La educación es la clave y ese fue su objetivo, casi una obsesión: "Siempre ha sido una fuerza motriz en mi trabajo. Gracias a ella pude convertirme en arquitecto y por ella construí el colegio de Gando, mi primer edificio", explica. 
Así, otros no tendrán que mudarse a la ciudad para poder ir a la escuela, como hizo Kéré de niño.

Me hice arquitecto porque sabía que era mi deber devolver algo a la comunidad que me crió.

Pero el burkinés no regresó a la europea. 
Su foco nunca se despegó del contexto, es decir, de África y su realidad. 
Por eso, en su trabajo, la fusión de tradición local y modernidad no es sólo un eslógan y, además, trasciende lo puramente estético. 
Hay veces en que las necesidades son demasiadas. 
Tanto es así, que en muchos de sus proyectos la comunidad participa activamente en la construcción de los edificios. 
Esta aportación va más allá de la mano de obra pura y dura, puesto que la incorporación de elementos identitarios refuerza el vínculo de la gente con la obra de Kéré. 
Así sucede en la Biblioteca de Gando, por ejemplo, donde los orificios circulares de la cubierta, que permiten la entrada de aire y luz naturales, están hechos con vasijas artesanales de la aldea cortadas por la mitad e incrustadas en la estructura de hormigón.BIBLIOTECA DE GANDOFRANCIS KÉRÉ



Pregunta. ¿Cómo combina los métodos de construcción tradicionales con las técnicas modernas?

Respuesta. Quise mejorar las técnicas existentes para hacer frente a las inclemencias del tiempo en Burkina Faso. 
Por ejemplo, los ladrillos de barro se hacían a mano, con moldes de madera, y se secaban al sol. 
Cuando construí el colegio, añadimos cemento a la arcilla y usamos una máquina para prensarlos. 
Estos dos cambios hicieron que los ladrillos fuesen más fuertes y uniformes. 
Otro ejemplo es el techo. Se suele usar hierro ondulado porque resiste bien la lluvia, pero los espacios interiores se calientan mucho. 
Necesitaba hacer que la temperatura en las aulas fuese adecuada, así que diseñé un techo doble: primero uno de barro, con aberturas que permitiesen la circulación de aire y luego, elevado por encima, otro de hierro.

Primer edificio, primer premio para Kéré. 
En 2004, el colegio que construyó en su aldea le valió el galardón Aga Khan de Arquitectura, un reconocimiento que cambió su vida y que le recuerda "por qué estudió arquitectura", reconoce. 
Después, han llegado otros, como el Global de Arquitectura Sostenible (2009); dos oros en construcción sostenible en los premios Holcim (2011 y 2012), por la Escuela Secundaria de Gando; el Kenneth Hudson en 2015, por su espacio en el Museo Internacional de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja, en Suiza; y el Arnold W. Brunner en 2017, concedido por la Academia Americana de las Artes y las Letras, entre otros reconocimientos.

Ha desarrollado su trabajo, además de en sus dos casas, Burkina Faso y Alemania, en China, Kenia, Suiza, Mozambique, etc. 
Ahora, avanza, su estudio tiene encargos para construir una escuela en Alemania, un instituto de tecnología en Burkina Faso y un pabellón artístico en EEUU.

P. ¿Se pueden extrapolar sus proyectos en África a otras partes del mundo?

R. Mi filosofía se puede aplicar en cualquier lugar, porque se basa en el análisis del entorno en el que se está construyendo, en sus materiales y en ver cómo sus edificios pueden mejorar la experiencia de la gente con el medio ambiente. 
Uno tiene que ser consciente de dónde está y diseñar sus edificios para el lugar en el que se ubicarán.PABELLÓN SERPENTINE GALLERYIWAN BAAN

Francis Kéré ha llevado su arquitectura a Harvard, a la Universidad Técnica de Berlín y a la Academia de Arquitectura de Mendrisio (Suiza). Su obra se ha expuesto en Múnich, Philadelphia, Nueva York, Londres y, recientemente, en el Museo ICO, de Madrid
En la muestra, llamada Elementos Primarios, se incluyó una reproducción a escala del pabellón de la Serpentine Gallery londinense, un encargo que llevó a cabo en 2017. 
Esta galería de arte moderno y contemporáneo encarga cada año el diseño de un espacio exterior a reputados arquitectos. Kéré construyó un gran árbol para que sirviese, como así sucede en Burkina Faso, de punto de encuentro de la comunidad. 
Este trabajo, de belleza exótica y rotunda, puso en valor también la arista más urbana y cosmopolita de su arquitectura.

P. Usted apuesta por una arquitectura social, útil para las personas. ¿Qué opina de los proyectos espectaculares con presupuestos millonarios?

R. La arquitectura social y la comercial pueden complementarse, siempre y cuando permitan tanto la innovación como la exploración de nuevas fronteras. Si uno se centra en un solo tipo de arquitectura, se está negando el potencial de aprender, explorar e influir en otros campos.

lunes, 3 de junio de 2019

Elizabeth Diller, la arquitecta que transformó Manhattan



Elizabeth Diller en su estudio de Manhattan. LANDON SPEERS
publicado en El País 
Álex Vicente

Autora de la High Line, la ampliación del MoMA y el centro de artes escénicas The Shed, la arquitecta Elizabeth Diller reimagina las instituciones culturales.
El espacio de trabajo de Liz Diller se encuentra en un antiguo almacén a dos pasos del río Hudson, con vistas panorámicas a la densa retícula de la ciudad que ha logrado transformar en cuestión de años. 
Nueva York lleva una década colmándose de los proyectos de esta arquitecta de 64 años y rictus solemne esconde una insospechada sonrisa de niña traviesa. 
Suya es la renovación del Lincoln Center, la ampliación del MoMA y, sobre todo, la rehabilitación de la High Line, el exitoso paseo elevado sobre un tramo de ferrocarril abandonado que solía cruzar el barrio de Chelsea.

Desde su inauguración en 2009, esa vía peatonal se ha convertido en un hito del urbanismo: todas las ciudades del planeta quieren su propia High Line. 
Fue concebida para unas 300.000 personas, pero el año pasado recibió más de ocho millones de visitantes. 
En cualquier día soleado, se distingue a una masa humana avanzando a paso de tortuga a lo largo de sus dos kilómetros y medio. 
El precio del metro cuadrado se ha encarecido en tiempo récord y los vecinos de toda la vida han tenido que hacer las maletas. 
“Hay demasiada gente y un problema de gentrificación”, reconoce Diller sobre su particular monstruo de Frankenstein. 
“Aun así, ¿habríamos hecho las cosas de otra manera? Probablemente no”.
El centro de artes escénicas The Shed, en Nueva York.


Sobre el papel, nada indicaba que ese fósil del Nueva York industrial se terminaría convirtiendo en parada obligatoria del circuito turístico. 
De hecho, el alcalde Rudy Giuliani estuvo a punto de derribarlo. 
Diller cerró las puertas a la explotación comercial del paseo e incluso conservó en parterres las flores salvajes que crecieron durante sus años de abandono. 
“Pero un arquitecto no puede controlarlo todo”, se resigna. Su proyecto acabaría siendo la punta de lanza de la regeneración de la zona, a la que Diller acaba de sumar otro edificio: The Shed, un centro de artes escénicas integrado en el lujoso y controvertido proyecto de los Hudson Yards, nuevo barrio residencial y comercial que sus detractores describen como un patio para millonarios.
Con un coste estimado en 475 millones de dólares (423 millones de euros) de iniciativa privada, The Shed está pensado para acoger cruces entre música, teatro, danza y artes plásticas en sus 20.000 m2 de extensión. 
Aunque lo más rompedor es su cualidad mutante. El edificio tiene una planta de dimensiones variables. 
The Shed se expande y se contrae gracias a gigantescas ruedas que se deslizan por un raíl industrial, en un guiño al pasado del lugar. 
“La idea era construir un espacio modulable, hasta el punto de ser capaz de agrandarlo o reducirlo en función de las necesidades”, afirma Diller. 
Todo surgió de una reflexión sobre las insuficiencias de los museos para acoger nuevas formas de arte. 
“El mundo cultural está demasiado compartimentado en disciplinas. 
Hemos querido dar un paso adelante y pensar cómo será el arte del futuro”, resume.

En 2018, Diller fue la única arquitecta incluida en la famosa lista de las personalidades más influyentes que confecciona la revista Time. 
Cuando se le recuerda, se encoge de hombros. 
Y recuerda que si ejerce este oficio es “casi por accidente”. Diller se formó en la prestigiosa Cooper Union, pero entonces tenía la intención de convertirse en artista o cineasta. 
“La arquitectura no me convencía, porque la veía demasiado separada del diálogo existente entre el resto de disciplinas. Mi idea fue hacerla entrar en esa constelación de ideas. 
Eso es lo que intento enseñar a mis alumnos”, asegura Diller, que es profesora en Princeton.
Las manos de Diller sostienen una 'matrioshka'.LANDON SPEERS


Como reza el dogma local, la arquitecta es una mujer hecha a sí misma. 
Nació en 1954 en la ciudad polaca de Lodz, hija de supervivientes del Holocausto que terminaron emigrando al Bronx neoyorquino cuando tenía cinco años. 
“No tengo recuerdos de mi país natal, salvo que teníamos pollos en el patio interior”, dice Diller con una sonrisa triste de estadounidense asimilada. 
Su memoria empieza con el transatlántico con el que la familia llegó al Nuevo Mundo, con un huevo duro bailando al ritmo de la marea sobre la mesa de su compartimento. Durante su infancia, Diller repartió diarios y botellas para ayudar en casa. 
“Tengo la clásica historia de una familia de inmigrantes que se sacrifican para que sus hijos tengan vidas mejores. Mientras yo estaba en la universidad, mis padres se partían la espalda”, dice Diller. 
“Nunca podría borrar esos orígenes, incluso si quisiera. 
Es algo que te define para siempre y que fija tu sensibilidad”.
ampliar fotoDiller con una maqueta de The Shed. L. SPEERS


Fundó la agencia que encabeza en 1981 junto a su marido, el arquitecto Ricardo Scofidio, que fue uno de sus profesores en la universidad. 
Durante las primeras décadas de existencia del estudio, convertido hoy en Diller Scofidio + Renfro, no construyeron ningún edificio. 
Prefirieron dedicarse al diseño de espacios para performances o a la confección de utopías arquitectónicas. Por ejemplo, la Slow House (1991), una casa de campo donde una simple puerta hacía las veces de fachada, o el Blur Building (2002), cuyas paredes estaban delimitadas por el vapor de agua y que uno debía visitar con chubasquero. “Cuando era joven, no seguía ninguna norma. 
Todo lo que hacía era criticar y resistir”, confiesa Diller. 
“Con el paso de los años y cierto grado de madurez, entendí que no solo podía dedicarme a la crítica. 
Empecé a funcionar con actitud más productiva”.
Elizabeth Diller. LANDON SPEERS


Aun así, sus propuestas siguen teniendo un componente teórico y vanguardista, un ápice de rebelión y compromiso social que logra matizar, a menudo, el gran espectáculo en el que se ha convertido su arquitectura (no es casualidad que, cuando el cineasta Spike Jonze preparaba Her, le pidiera consejo para diseñar la ciudad distópica que aparecía en la película). 
Diller considera que su disciplina es “una manifestación física de las relaciones sociales”. 
Y sigue preguntándose qué podrá hacer la arquitectura en estos tiempos turbios. 
“Hoy todo va mucho más rápido. 
La sociedad, la economía, la tecnología y el contexto político mutan a toda velocidad. 
Y creo que los edificios no suelen ser buenos para encajar estos cambios. 
Tal vez los arquitectos tengamos que que empezar a hacernos otras preguntas”, sostiene. 
La inmanencia de las catedrales es cosa de otro siglo. Diller no sabe para qué servirán sus edificios el día de mañana, por lo que aboga por “una arquitectura de la infraestructura” que admita otros usos de cara al futuro.
Un detalle de la maqueta de The Shed. LANDON SPEERS


Después de hacerse un nombre en Estados Unidos con sus museos y equipamientos culturales, como el Instituto de Arte Contemporáneo de Boston o la colección privada The Broad en Los Ángeles, el próximo acto de su carrera apunta hacia el extranjero. 
La agencia de Diller tiene dos proyectos de altísimo perfil en Londres: la ampliación del Victoria & Albert Museum y la nueva sede de la Sinfónica de la capital británica, que dirige Simon Rattle. 
En Río de Janeiro terminan el nuevo Museo de la Imagen, en plena playa de Copacabana, y cuentan con otros proyectos en China, Japón y Australia.

En 2017, Diller inauguró en Moscú un enorme parque vecino al Kremlin. 
Ganaron el concurso contra pronóstico, al no haber respetado su principal consigna: no crear ningún espacio de encuentro. “Dudamos antes de trabajar para el régimen ruso, pero llegamos a la conclusión de que lo hacíamos para los ciudadanos y no para el Kremlin”, se explica. 
Su proyecto ha suscitado protestas en los círculos del poder. “Voces conservadoras se quejan porque la gente va allí a practicar sexo. 
A mí me parece buena señal. Significa que la gente lo ha hecho suyo. 
Y, encima, hemos logrado molestar a esos tipos”, sonríe con satisfacción. 
“Está feo que yo lo diga, pero creo que hemos ganado”. Cuando se ha sido rebelde, algo queda.